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viernes, 2 de febrero de 2007

La Relación Terapéutica

LA RELACION TERAPEUTICA

Alexandra Bachelor y Adam Horvath


Traducido de The Heart and Soul of Change: What Works in Therapy.
Mark A. Hubble, Barry L. Duncan and Scott D. Miller (Eds.), Washington, DC:
American Psychological Association, 1999, p. 133-178


Los clínicos y los investigadores han reconocido el rol central de la relación terapeuta-cliente en el proceso de la psicoterapia y en el cambio del cliente (v.g., Gelso y Carter, 1985; Greenberg y Pinsoff, 1986; Rogers, 1957). Se ha mostrado a la cualidad de la relación terapéutica como un determinante significativo de los resultados benéficos en diversos enfoques terapéuticos, y muchos [investigadores] consideran que representa un factor común que da cuenta del éxito terapéutico (v.g., Beutler, Machado y Allstetter Neufeldt, 1994; Lambert y Bergin, 1994). ¿Cuánto se ha comprendido de la relación terapéutica? ¿Cuáles son sus ingredientes esenciales? ¿Cuáles son las características, o las cualidades personales del terapeuta y del cliente que juegan un rol crucial en la forja de una relación terapéutica productiva? ¿Existen características de los implicados en la terapia que pueden impedir el desarrollo y la mantención de la cualidad de la relación terapéutica?

En este capítulo responderemos a esas interrogantes desde la perspectiva teórica, empírica y clínica. La relación terapéutica ha sido hace mucho tiempo un tópico de interés de los autores clínicos, y nuestra presentación comienza con un breve recuento histórico de las teorías de de la relación y sus ingredientes efectivos. Presentamos investigaciones actuales que clarifican lo que sabemos acerca del desarrollo, estimulación y manejo de la relación terapéutica, e identificamos las implicaciones prácticas de esos hallazgos. Finalmente, concluimos con un resumen que resalta las características más importantes de la relación terapéutica extraídas de nuestra revisión de la literatura.


Conceptos históricos de la Relación en la terapia

Freud fue uno de los primeros autores clínicos que comentó en forma explícita la importancia y el impacto de la relación entre el terapeuta y el cliente (Freud, 1912/1958; 1913/1966). Identificó tres aspectos de la relación terapéutica: (a) transferencia, es decir, la identificación inconsciente del cliente acerca del terapeuta con figuras significativas del pasado; (b) contratransferencia, la ligazón inconsciente del terapeuta acerca del cliente con figuras significativas o conflictos no resueltos de su pasado; y (c) la ligazón amigable y positiva del cliente acerca del terapeuta con personas benevolentes y amables del pasado (Freud, 1913/1966). Este último aspecto, posteriormente denominada alianza, ha sido el foco del desarrollo y elaboración por parte de diversos teóricos psicodinámicos (v.g., Greenson, 1965; Zetzel, 1956).2

La concepción psicodinámica de la relación terapéutica fue dominante hasta que Carl Rogers introdujo un punto de vista significativamente diferente (Rogers, 1951). Construyó la relación terapéutica ideal más como un encuentro amable y existencial que como una reunión entre un experto (terapeuta) y un acólito (cliente), e identificó las cualidades del terapeuta que harían posible una relación saludable (v.g., empatía, autenticidad, consideración positiva incondicional). Rogers abogó que una relación con una persona que era capaz de ofrecer esas condiciones facilitadoras era una causa necesaria y suficiente para activar los potenciales de curación y de crecimiento innatos de todas las personas.

Otros psicólogos (v.g., Heppner, Rosenberg y Hedgespeth, 1992; LaCrosse, 1980; Strong, 1968) advirtieron que el modelo de Rogers se refería exclusivamente a la contribución del terapeuta a la relación; ellos desafiaron este foco al desarrollar una teoría de la relación terapéutica que dio énfasis a las atribuciones del cliente acerca del terapeuta como [un aspecto] central del éxito de la terapia, colocando de este modo a la relación terapéutica en el marco de la influencia social. En particular, esos autores dan énfasis a las creencias del cliente acerca de la pericia, la confiabilidad y el atractivo percibido en el terapeuta. El supuesto teórico fue que, en su forma más general, el grado en el cual los clientes creen que los terapeutas tienen esas cualidades socialmente valoradas, éstos tienen “poder de influencia” en el pensamiento, los sentimientos y el comportamiento del cliente, y promover de este modo el cambio terapéutico.

En contraste a los modelos que dan énfasis al valor terapéutico de la relación cliente-terapeuta, anteriormente, los conductistas clásicos (v.g., Skinner, 1985) desafiaron la noción que los aspectos interpersonales jugaban un rol en el cambio del comportamiento. Skinner, que dio énfasis a la relación entre el comportamiento de la persona y sus consecuencias ambientales, veía a la terapia exitosa como un proceso de aprendizaje en el cual la cualidad de las intervenciones (técnicas) del “profesor o entrenador”, más que la relación entre los participantes, era el factor significativo. El debate entre las perspectivas conductual y no conductuales en todos los aspectos de la terapia fue el centro del debate en los inicios de la década de los 1950. Hans Eysenck publicó un artículo que compara la eficacia de las terapias conductual y no conductual, en efecto un fuerte desafío empírico que cuestiona le valor de las terapias habladas (v.g., no conductuales) (Eysenck, 1952). Eysenck en particular, y los terapeutas conductuales en general, también fueron muy críticos de la calidad de la investigación acerca de la terapia generada fuera del marco conductual. Argumentaron que si la psicoterapia quería obtener la confianza del público y el respeto de la comunidad científica, debía ser capaz de demostrar su eficacia usando metodologías empíricas similares a las otras ciencias sociales.

En retrospectiva, parece que esas críticas, así como también la declaración de la eficacia superior de la terapia conductual, fueron en gran parte las responsables de un nuevo capítulo en la investigación de la psicoterapia. Los investigadores a ambos lados del Atlántico hicieron un mayor esfuerzo por evaluar el impacto de las diferentes formas de tratamiento, usando mejores diseños de investigación y evaluación de los datos, con una sofisticación estadística creciente. A finales de la década de los 1970, fue posible resumir los resultados de centenares de esos estudios acerca de una variedad de modalidades de tratamiento y problemas de los pacientes (Luborsky, Singer y Luborsky, 1975; Smith y Glass, 1977). Uno los hallazgos principales de la síntesis de la investigación fue la conclusión que, aunque la mayoría de las terapias eran benéficas, no aparecían diferencias obvias en términos de los resultados, entre tratamientos basados en teorías ampliamente diversas. Esta observación llevó a la hipótesis lógica que ciertos aspectos del tratamiento que eran comunes a todas esas terapias diferentes podrían ser los responsables de una porción significativa de los resultados benéficos de la terapia.

A la zaga del renovado interés en esas variables comunes o genéricas, hubo también un resurgimiento del interés en el concepto de la relación terapéutica. Emergió un número importante de interrogantes acerca de la relación terapéutica, que comenzó a aparecer como un nuevo cuerpo de investigaciones empíricas (v.g., Orlinsky y Howard, 1975): ¿Qué proporción de los resultados benéficos de la psicoterapia podría deberse a la cualidad de la relación? ¿Qué aspectos de la relación entre el cliente y el terapeuta estaban más relacionados con los resultados? Esas interrogantes colocaron de relieve la necesidad de una formulación genérica, ampliamente basada, de los ingredientes activos de la relación terapéutica (Bordin, 1975).

Mucho del interés, teórico y empírico, cambió en esta fase el concepto de la alianza. A diferencia del foco en la cualidades del terapeuta del [enfoque] centrado en el cliente (Rogers, Gendlin, Kiesler y Truax, 1967) y el énfasis del cliente como el árbitro de las cualidades de la relación terapéutica de los teóricos de la influencia social (v.g., Strong, 1968), la nueva formulación del concepto de la alianza se concentró en los elementos de la colaboración y la interacción en la relación. Investigadores como Luborsky (1976) y especialmente Bordin (1975, 1979, 1980, 1989, 1994), argumentaron que la alianza, vista como una relación positiva, basada en componentes de la relación terapéutica, era ubicua y universal en todos los esfuerzos de ayuda exitosos.

El concepto de Luborsky acerca de la alianza estaba más cerca de la concepción psicodinámica (v.g., la alianza es el “pegamento” que une al cliente y al terapeuta, pero en si misma ni es terapéutica). El señaló dos componentes básicos de la alianza. El primero centrado alrededor de la unión mutua y el apoyo percibido por el cliente, y el segundo centrado en la colaboración y las responsabilidades compartidas en la terapia. Bordin, ampliando el concepto de la alianza de Greenson (1965), propuso tres componentes esenciales: unión interpersonal, el acuerdo en las metas de la terapia, y la colaboración en las tareas terapéuticas (Bordin, 1979). De acuerdo con Bordin (1994), el desarrollo positivo y la mantención de la alianza es, en si misma, terapéuticamente curativa.

Inmediatamente después de esos desarrollos teóricos, se diseñaron diversas escalas para evaluar en forma empírica a la alianza. Cuatro de esos instrumentos (Helping Alliance Questionnaire,3 Luborsky, 1976; Vanderbilt Psychotherapy Process Scale4, Gomes-Schwartz, 1978; Working Alliance Inventory, Horvath, 1981; California Psychotherapy Alliance Scales, Gaston y Marmar, 1994), cada una basada en concepciones ligeramente diferentes de la alianza, son usados en forma extensa en la investigación actual. El desarrollo de esas mediciones abre la puerta a la investigación empírica de la cualidad y cantidad de la alianza en una variedad de contextos terapéuticos, así como también el nexo entre la alianza y el resultado terapéutico.

La alianza es un tópico de investigación vital; hasta la fecha, se han publicado más de 100 artículos que implican este concepto, y el listado está creciendo. Los resultados de las primeras investigaciones de la alianza sugirieron una relación confiable entre una alianza positiva durante la primera fase de la terapia y los resultados positivos. Esos hallazgos fueron responsables, en parte, en un mayor estímulo de la búsqueda de una teoría comprensiva de la relación terapéutica como un todo: Si la alianza es un componente significativo de la relación terapéutica, ¿cómo encaja este constructo con las otras variables que juegan un rol en la relación?

Aunque las definiciones de la alianza continúan desarrollándose, parece que hay acuerdo que el constructo incluye aquellos aspectos de la relación que facilitan el trabajo colaborador del terapeuta y el cliente contra un enemigo común: el dolor y el sufrimiento del cliente (Bordin, 1979). Sin embargo, concepciones y enfoques de medición diversos han dado énfasis a componentes diferentes, como la relación afectiva entre los participantes (v.g., calidez, apoyo), actividades específicas del cliente y del terapeuta (v.g., auto-observación, exploración), contribuciones negativas (v.g., hostilidad), el sentido de compañerismo o colaboración, etc. Algunos autores usan el término alianza muy ampliamente, para incluir diversos aspectos de la relación terapéutica, mientras que otros usan una definición más concisa. (Para el propósito del presente capítulo, usaremos el término relación en el reporte de los resultados de la investigación, el cual creemos que es relevante a la relación terapéutica en forma más inclusiva).


La relación terapéutica: Puntos de vista actuales, rasgos característicos y efectos en los resultados

Como Gelso y Carter (1994) señalaron en una discusión reciente acerca de la relación terapéutica, “Es sorprendente… [dada] la centralidad de la relación terapéutica a través de los años… el poco esfuerzo que se ha hecho para definir con exactitud qué es la relación” (p. 296). Esos autores propusieron que la relación puede ser definida como “los sentimientos y actitudes que los participantes de la consejería tienen el uno hacia el otro, y la forma en la cual son expresados” (Gelso y Carter, 1985, 159; 1994). Otros autores han preferido restringir la noción a los sentimientos y actitudes de los participantes de los unos hacia los otros (como algo independiente de sus respectivas acciones o contribuciones; Hill, 1994), mientras otros han dado énfasis a lo que es específicamente terapéutico (v.g., que facilita el progreso) acerca de la relación (Kolden, Howard y Maling, 1994; Orlinsky y Howard, 1987).

Aunque no se ha logrado consenso en una definición de la relación terapéutica, ni sobre sus componentes fundamentales, hay un acuerdo general que la colaboración del cliente y del terapeuta en el trabajo de la terapia es un ingrediente crucial de la alianza. De acuerdo con Kolden et al. (1994), otros ingredientes esenciales son la resonancia empática (v.g., comprensión mutua) y la afirmación mutua (v.g., respeto y ligazón afectiva) de los participantes en la terapia. En su modelo frecuentemente citado, Gelso y Carter (1985, 1994) propusieron que la relación incluye, además de la alianza, una “relación real” (v.g., las percepciones y reacciones realistas y no distorsionadas de los participantes) y componentes de una transferencia (v.g., repetición con el terapeuta de conflictos y sentimientos pasados)–contratransferencia. Algunos autores (v.g., Greenberg, 1994; Hill, 1994) han tenido problemas de índole epistemológica con esta noción de una “relación real” (v.g., todas las percepciones son inevitablemente subjetivas o están prejuiciados; Hill, 1994). Además, ha sido muy debatido el rol de las relaciones pasadas (transferencia) en el aquí-y-el-ahora del encuentro cliente-terapeuta. Algunos investigadores de orientación dinámica colocan en un lugar central a esos aspectos en la relación terapéutica (Henry y Strupp, 1994), mientras que otros los ven como aspectos externos (v.g., existentes antes) a la relación (v.g., Kolden et al., 1994), o los ignoran completamente (véase Watson y Greenberg, 1994). Ya sea que las experiencias relacionales pasadas deban ser vistas o no como un aspecto central de la relación terapéutica, hay evidencia (que se discutirá más adelante) para apoyar la influencia de esos factores en la interacción cliente-terapeuta.

No obstante esos debates acerca de las definiciones, hay un gran acuerdo en la proposición que la relación terapéutica es un componente importante en todas las formas de terapia, y que su cualidad influye en el resultado final de la terapia. Además, las principales revisiones de la literatura de la psicoterapia han documentado el impacto significativo de la relación terapéutica en los resultados, o de constructos relacionados como el “vínculo terapéutico”, en una variedad de ambientes de tratamiento y variedad de problemas de los clientes (Bleuter et al., 1994; Horvath y Symonds, 1991; Luborsky, Crits-Christoph, Mintz y Auerbach, 1988; Orlinsky y Howard, 1986) –aunque el uso de la relación y sus componentes sobresalientes puede diferir (v.g., Callaghan, Naugle y Follette, 1996; Gomes-Schwartz, 1978; Raue, Castonguay y Goldfried, 1993). Se ha encontrado específicamente que la alianza juega un rol similarmente importante en diferentes enfoques, como la terapia conductual, la ecléctica y la dinámica (Gaston, Marmar, Thompson y Gallagher, 1988; Horvath, 1994). Además, se ha mostrado que la alianza es un factor significativo no solamente para la terapia individual sino que también para la terapia marital en grupo (Bourgeois, Sabourin y Wright, 1990; Pinsof, 1994). Parece ser que la alianza terapéutica también puede ser un factor en las relaciones de ayuda no específicamente estructuradas como terapia (v.g., farmacoterapia con un contacto de apoyo mínimo; Krupnick, Stotsky, Simmens y Moyer, 1992). Está claro, entonces, que es importante que los terapeutas presten estrecha atención a la relación desarrollada con sus clientes, y monitoreen regularmente su cualidad.

La cualidad de la relación en terapia no parece ser solamente un subproducto del aumento del éxito terapéutico; es decir, los clientes no parecen tener una relación positiva en la terapia solamente debido a que la terapia es útil. En lo que se refiere a la alianza, hay datos que sugieren que su cualidad intrínseca es un factor activo que contribuye al éxito de la terapia además de las ganancias terapéuticas concurrentes (Gaston, Marmar, Thompson y Gallagher, 1991). De este modo, la relación puede producir cambio y no es solamente un reflejo de los resultados benéficos (Lambert y Bergin, 1994).

Diversos estudios que han investigado el impacto temprano de la alianza terapéutica sobre los resultados de la terapia, han establecido claramente que la alianza temprana (v.g., de la tercera a la quinta sesión) es un pronóstico significativo del resultado final del tratamiento. Aunque la relación entre la alianza medida en las fases posteriores y el cambio del cliente también es significativa, parece ser más modesta en magnitud. Esos hallazgos indican que el desarrollo de una relación cliente-terapeuta positiva puede ser crítico desde el inicio de la terapia. Parece que hay una “ventana de oportunidad” en las primeras sesiones para establecer una relación terapéutica viable, o de otro modo el cliente puede abandonar la terapia prematuramente (Mohl, Martinez, Ticknor, Huang y Cordell, 1991; Plotnicov, 1990; Tracey, 1986). Entonces, los terapeutas debieran estar particularmente atento al clima relacional inicial, y trabajar con cualquier dificultad aparente en la relación cliente-terapeuta en las primeras sesiones.

La investigación del curso de la relación a través de la terapia –es decir, si aumenta, o permanece estable, o si tiene fluctuaciones– ha mostrado resultados complejos: Cuando se considera el promedio del grupo, la alianza muestra pocos cambios a través del tiempo, o muestra un aumento en componentes específicos (Adler, 1988; Bachelor, 1992; Gaston et al., 1991; Marziali, 1984b). Sin embargo, cuando los casos son examinados individualmente, hay una evidencia de fluctuación (Horvath y Marx, 1988, 1990; Safran, Crocker, McMain y Murray, 1990; Safran, Muran y Wallner Samstag, 1994). Es muy probable que puedan distinguirse diferentes pautas de desarrollo de la alianza entre los clientes. En algunos clientes, las percepciones de la alianza fluctúan, mientras que en otros permanecen sin cambiar, mejoran o se deterioran (Gaston y Marman, 1994).

También parece que los clientes y los terapeutas difieren en sus percepciones de la relación terapéutica. La comparación de las puntuaciones de lo clientes y los terapeutas acerca de la relación han indicado consistentemente un bajo acuerdo (v.g., Golden y Robbins, 1990; Gurman, 1977; Horvath y Marx, 1990; Tichenor y Hill, 1989). Aunque la fuente de esta divergencia no está completamente clara, puede ser que los terapeutas y los clientes usan un marco de referencia diferente en la evaluación de la relación terapéutica. Quizá los terapeutas basan sus juicios primariamente en su perspectiva teórica, mientras que los clientes pueden evaluar la relación en comparación con otras relaciones personales cercanas (Mallinckrodt, 1991) o en base a sus expectativas del terapeuta ideal. Los terapeutas, entonces, no pueden suponer que sus evaluaciones de la cualidad del clima terapéutico corresponden a las percepciones de los clientes.

No puede presumirse que los clientes percibirán fácilmente las actitudes e intentos del terapeuta por forjar una relación positiva. Los clientes no leen necesariamente las intenciones y mensajes de los terapeutas en la forma en que éstos los quieren significar (Hill, Helms, Spiegel y Tichenor, 1988; Hill y O’Grady, 1985; Horvath, Marx y Kamann, 1990). Los factores predisponentes de los clientes, que examinaremos en una sección posterior, pueden jugar un rol importante en las respuestas de los clientes a las comunicaciones intencionadas de los terapeutas. En los terapeutas parece que operan factores similares que podrían influir en sus percepciones, acertadas o erradas, de la relación (Horvath y Luborsky, 1993). Dada la evaluación diferencial de los participantes acerca de la relación terapéutica, parece aconsejable comprobar con los clientes sus sentimientos y percepciones acerca del terapeuta y la interacción terapéutica, y tomar en consideración y clarificar los juicios dispares que podrían amenazar la cualidad de la interacción terapéutica.

Además, parece que los clientes y los terapeutas dan un énfasis diferencial a los componentes de la relación que contribuye más a los resultados favorables. Los terapeutas tienden a dar énfasis al rol de las contribuciones de los clientes (v.g., participación activa en el proceso de la terapia) en el cambio del cliente –quizá debido a que ven a los clientes como agentes de su propia mejoría–, mientras que los clientes tienden a valorar las características del terapeuta, como un terapeuta que proporciona ayuda y se muestra cálido, preocupado y se involucra emocionalmente (v.g., Bachelor, 1991, 1995; Lambert y Bergin, 1983; Lazarus, 1971; Murphy, Cramer y Lillie, 1984). A través de diversos estudios se ha observado el valor de la evaluación del cliente de la relación en la predicción de los resultados de la terapia, cuando se la compara con la mirada de los clínicos (Horvath y Symonds, 1991; Lambert y Bergin, 1994), descubre la importancia de de prestar atención a las percepciones que tienen los clientes del clima de la relación. No obstante sus propias fuentes de sesgo, los clientes parecen ser buenos jueces de los factores potencialmente curativos de la relación (Bachelor, 1991; Grigg y Goodstein, 1957; Murphy et al., 1984). De este modo, parece aconsejable asegurarse que las características valoradas por el cliente son efectivamente comunicadas y experimentadas por el cliente.

En general, el nivel de experiencia del terapeuta no parece disminuir las fortalezas de la relación terapéutica. De hecho, se encontró que los terapeutas profesionales experimentados no diferían de los terapeutas novicios –incluidos los profesores universitarios que proveen ayuda y los voluntarios sin entrenamiento– en las puntuaciones de las actitudes del terapeuta, como calidez y amistad, o comprensión y compromiso, o de las contribuciones del cliente como participación y compromiso (v.g., Dunkle y Friedlaner, 1996; Gaston, 1991; Gomez-Schwartz y Scwartz, 1978; Strupp y Hadley, 1979). Sin embargo, parece que las evaluaciones de los terapeutas más experimentados coinciden más estrechamente con las puntuaciones de sus clientes (Mallinckrodt y Nelson, 1991). Esto sugiere que, con experiencia y entrenamiento, los terapeutas pueden comprender mucho mejor la experiencia de sus clientes de la relación terapéutica.


Contribuciones y características de los participantes: Una revisión empírica

Se han identificado algunas características y comportamientos de los terapeutas que contribuyen a la calidad de la relación terapéutica. Sin embargo, hay una evidencia creciente que sugiere que el cliente puede responder diferencialmente a esas características. Se está generalmente de acuerdo que el cliente también contribuye a la calidad del clima de la relación, y algunos estudios han tomado en consideración el rol del cliente en la interacción terapéutica. A pesar del interés teórico, las características del terapeuta y del cliente que pueden dificultar la relación terapéutica están recién comenzando a ser investigadas en forma empírica, y revisaremos algunos datos recientes. Aunque la relación terapéutica es evidentemente interactiva, el proceso interaccional en si mismo no ha recibido una atención empírica. Algunas investigaciones recientes se han concentrado en la complementariedad de las comunicaciones momento a momento de los participantes, y su relación con la relación terapéutica y la terapia. Finalmente, se ha pensado que diversos estados disposicionales de los clientes y los terapeutas (v.g., capacidad de relación, sistema de aproximación), así como otras características preexistentes (v.g., funcionamiento psicológico y estatus demográfico del cliente), afectan la cualidad de la relación terapéutica. En la sección siguiente revisamos la evidencia empírica de esas diversas facetas en la relación cliente-terapeuta y extraemos algunas implicaciones para los terapeutas. Nuestra revisión, que cubre en general las investigaciones más recientes, no intenta ofrecer un recuento total de todas las variables relevantes en la relación; por el contrario, ejemplifica algunos de los estudios importantes en el área.


CONTRIBUCIONES DEL TERAPEUTA: ACTITUDES E INTERVENCIONES FACILITADORAS

Las actitudes del terapeuta identificadas por Rogers y sus colegas (Barrett-Lennard, 1962; Rogers, 1957; Truax y Carkhuff, 1967) en la década de los ’50 y los’60, continúen siendo ingredientes importantes de una relación terapéutica positiva, especialmente desde el punto de vista del cliente. El argumento de Rogers (1957) que la empatía adecuada, la calidez no posesiva y la autenticidad representan las condiciones “necesarias y suficientes” de los resultados beneficiosos, ha generado un extenso cuerpo de estudios que dominó la investigación de la relación durante más de tres décadas (para la revisión de esta literatura, véase Gurman, 1977; Lambert, De Julio y Stein, 1978; Orlinsky y Howard, 1986; Patterson, 1984). A pesar de algunas críticas relacionadas con las mediciones, la mayoría de los investigadores están de acuerdo que esas cualidades facilitadoras (en particular la empatía y la calidez) juegan un rol importante, aunque no suficiente, en el cambio terapéutico en la mayoría de las psicoterapias, aunque con diversos niveles de énfasis (v.g., Beutler, Crago y Arizmendi, 1986; Beutler et al., 1994). Esas variables facilitadoras están entre las primeras consideradas como los factores “comunes” de tratamiento, inherentes en las relaciones de la mayoría de las psicoterapias (v.g., Beutler et al., 1994).

Desde mediado de los ’80, con el cambio de la investigación de la relación hacia el constructor de la alianza, las variables rogerianas han recibido menos atención empírica. Solamente se han llevado a cabo una docena de estudios acerca de una o más condiciones facilitadoras a través del período de 1985 a 1994, la mayoría de las cuales han examinado la empatía del terapeuta y su relación con diversos aspectos del proceso de la terapia (Sexton y Whiston, 1994). Por ejemplo, de algunas variables del terapeuta, incluyendo el ajuste emocional, las actitudes relacionales y los valores, la empatía fue la más predictiva de ser un terapeuta efectivo o no efectivo (Lafferty, Beutler y Crago, 1989). También se ha probado que la empatía está robustamente asociada con la mejoría clínica en los pacientes que han sido tratados con terapia cognitiva-conductual por [presentar] depresión (Burns y Nolen-Hoekseman, 1992). El valor terapéutico de la empatía continúa recibiendo fuerte apoyo, aunque la empatía –y probablemente otras cualidades facilitadoras– es evidentemente un constructo más complejo de lo que se lo había pensado antes (véase Duan y Hill, 1996; Gladstein, 1977). Los constructor relacionados, como “comprensión e involucración” (Gaston y Marmar, 1994), o “calidez y amistad” (Gomes-Schwartz, 1978), estudiados en el contexto de la alianza, han sido vinculados similarmente a los resultados positivos de la terapia o satisfacción del cliente (v.g., Bachelor, 1991; Gaston, 1991; Windholz y Silverschatz, 1988).

Con respecto a las intervenciones del terapeuta (v.g., los procedimientos más técnicos o estrategias usadas para iniciar el cambio terapéutico; Beutler et al., 1994) que contribuyen al proceso terapéutico y a resultados beneficiosos, la evidencia empírica es menos clara. Las intervenciones como dar consejos, directividad, reflejo, preguntas de final abierto y apoyo (v.g., estimulación) han mostrado generalmente una asociación mixta con los resultados (Beutler et al., 1994). Es posible que diferentes tipos de clientes reacciones en forma diferente a esas intervenciones, o que su impacto esté mediado por diversos factores del cliente o del terapeuta (v.g., habilidades). Por ejemplo, se encontró que la directividad del terapeuta era más útil con pacientes deprimidos más resistentes, mientras que los terapeutas no directivos fueron más exitosos con pacientes deprimidos menos resistentes (Bleuter et al., 1994). Se encontró que las acciones exploratorias fueron más adecuadas con clientes muy motivados y que tenían un auto-concepto más coherente, mientras que las intervenciones de apoyo fueron más adecuadas con clientes menos motivados y cuyo auto-concepto era menos estable (Horowitz, Marmar, Weiss, De Witt y Rosenbaum, 1984).

Con respecto al impacto de esos tipos de intervenciones en la relación terapéutica, un estudio reciente reportó que el apoyo, la exploración de pensamientos y sentimientos, y la evaluación (v.g., obtención de información), influenciaban negativamente el trabajo temprano de la relación (Kivlighan, 1990). Demasiada evaluación y confianza global podrían restarle valor a la formación de la relación. Además, los clientes pueden no estar preparados, al principio de la terapia, para explorar áreas profundas que poseen interés (Kivlighan, 1990). También parece que los clientes que tienen dificultades con la relación pueden beneficiarse más con las técnicas de apoyo, mientras que aquellos que forman una alianza positiva pueden sacar más provecho de las intervenciones exploratorias (Gaston y Ring, 1992; Marziali, 1984a).

La importancia de auto-revelación del terapeuta es un proceso exitoso y el resultado es difícil de determinar. Algunos estudios han encontrado que la auto-revelación del terapeuta fortalece el compromiso en la terapia (Elliott, James, Reimschuessel, Cilso y Sack, 1985) y fue vista favorablemente por los clientes (v.g., Peca-Baker y Friedlander, 1987; Watkins y Schneider, 1989), mientras que otros mostraron poco impacto en la relación (v.g., Cherbosque, 1987; Donley, Horan y DeShong, 1989). Nuevamente, la auto-revelación del terapeuta contribuye probablemente a la calidad de la relación terapéutica en algunos clientes, pero puede ser menos productiva con otros.

La interpretación –es decir, las intervenciones de explicaciones que intentan clarificar el significado de una acción o una experiencia (Orlinsky y Howard, 1986)– generalmente parecen ser un modo efectivo de intervención (Bleuter et al., 1994) Las interpretaciones han sido asociadas con ayuda y ganancias percibidas entre los diversos enfoques clínicos y de terapia (Elliot, Barrer, Caskey y Pistrang, 1982; Jacobs y Warner, 1981). Parece que las interpretaciones que se concentran específicamente en la “transferencia” del cliente –es decir, que vinculan los sentimientos hacia el terapeuta con figuras de la temprana infancia– son menos beneficiosas que lo que se pensaba previamente. A pesar de los hallazgos tempranos (v.g., Marlan, 1976; Marziali, 1984a), el uso frecuente de esas interpretaciones no ha mostrado una asociación positiva en los resultados de estudios más recientes con mejores metodologías (McCullough et al., 1991; Piper, Azim, Joyce y McCallum, 1991; Piper, Debbane, Bienvenu, Carufel y Garant, 1986). Un estudio reportó que las frecuentes interpretaciones de la transferencia tenían un efecto negativo en la alianza terapéutica – particularmente en los pacientes con una elevada calidad de las relaciones interpersonales (Piper et al, 1991). Las interpretaciones muy frecuentes pueden ocasionar que el cliente se sienta criticado y podría aumentarse la defensividad (Piper et al, 1991).

Las interpretaciones de la transferencia, entonces, no debieran ser usadas en exceso. Las interpretaciones que están basadas en nociones amplias de la transferencia, como una pauta central que caracteriza las relaciones del cliente con otros y con el terapeuta (Crits-Christoph, Demorest y Connolly, 1990; Luborsky y Crits-Christoph, 1990; Singer, 1985), o son el centro de las creencias falsas y desadaptativas de las cuales el cliente intenta sobreponerse en la terapia (v.g., su “plan” particular para la terapia; Norville, Sampson y Weiss, 1996; Weiss, 1986), generalmente aparecen como más efectivas. Por ejemplo, las interpretaciones que toman en cuenta adecuadamente la “formulación del plan” del cliente, o los aspectos interpersonales de las pautas centrales de conflicto, estuvieron asociadas con un compromiso emocional aumentado del cliente en la terapia y con el desarrollo positivo de la alianza sobre la terapia, respectivamente (Cris- Christoph, Barber y Kurcias, 1993; Silberschatz, Fretter y Curtis, 1986). Esas interpretaciones pueden beneficiar el proceso de la terapia en algunos clientes.

Los hallazgos equívocos y la falta de conclusiones definitivas que caracteriza a mucha de la investigación que hemos examinado respecto a las respuestas de los terapeutas, puede ser atribuida al número de factores, incluidos los diferentes métodos de aproximación o de los procedimientos de investigación. Sin embargo, los hallazgos mixtos también podrían reflejar la respuesta diferencial de los clientes y, con consecuencia, la importancia de los terapeutas para aparejar las actitudes y las intervenciones al cliente en particular.


INDIVIDUALIZACIÓN DE LAS RESPUESTAS DEL TERAPEUTA Y LA POSTURA DE LA RELACIÓN

Hay alguna evidencia preliminar que sugiere que las actitudes o el comportamiento del
terapeuta, y la relación terapéutica en general, pueden ser interpretadas en forma diferente por los clientes en particular. Por ejemplo, en un estudio de las percepciones del cliente del terapeuta que ofrecía empatía (Bachelor, 1988), se encontró que lo que era percibido como una comunicación empática significativa del terapeuta variable entre los clientes. Alrededor del 44% de los clientes valoraban la respuesta empática de tipo cognitiva, otro 30% valoraba una comunicación afectiva, y los clientes restantes veían como óptima a la empatía cuando el terapeuta compartía información personal o una respuesta de preocupación del terapeuta.

Más específicamente, los clientes que dieron énfasis al aspecto cognitivo vieron al terapeuta empático como aquel que reconocía sus experiencias, estados o motivación internos. Con esos clientes, fue más de ayuda la percepción adecuada de los estados subjetivos que resaltaban en los clientes, lo que resultó en el sentimiento de ser comprendido (v.g., “Ella supo distinguir muy bien mis emociones y mis sentimientos ‘más profundos’… en una forma que no pude negar lo que era evidente”; “El terapeuta había visto dentro de mi, había captado el sentido profundo de mi pensamiento”; “En la forma más simple él expresó lo que yo sabía cómo ocultar… dijo exactamente lo que yo había sentido”).

Los clientes de estilo afectivo percibieron a los terapeutas como empáticos cuando participaron en los sentimientos actuales de los clientes, participando del mismo sentimiento que estaba experimentando el cliente (v.g., “El pareció sentir con particular agudeza mi reticencia a entrar en mis sentimientos, mis dificultades en experimentar mi agresividad”; “Creí que sus ojos estaban húmedos y tuve la impresión que ella de verdad comprendía y sentía lo que yo estaba experimentando”; “Describí mis sentimientos y sentí que ella sentía lo que yo estaba diciéndole”).

En los clientes que prefieren un estilo de empatía de compartir, los terapeutas fueron percibidos como empáticos cuando estuvieron dispuestos a dar sus opiniones o experiencias personales con espontaneidad y naturalidad cuando el cliente estaba comunicándose. La relación terapeuta-cliente fue vista como un intercambio recíproco o diálogo, o incluso amistad entre la pareja terapéutica (v.g., “Yo especifiqué que no era fácil vivir con los padres de uno… El después indicó que a la misma edad mía… también tuvo que calmar las cosas con sus padres… yo no era el único en esta situación”; ¡Había un trecho que cruzar… aquel entre dos extraños… la escena de dos amigos que se encuentran… regularmente… para ‘intercambiar’ respecto a la última semana”). Finalmente, los clientes que parecieron estar atentos a una respuesta empática nutricia, dieron énfasis al apoyo y el aumento de seguridad de quien daba ayuda, o que era muy atento y daba cuidados (v.g, “Encontré a mi analista extremadamente atento… Ella siempre está muy atenta, la encuentro extremadamente presente”).

Parece, así, desde la perspectiva del cliente, que no hay una única respuesta empática del cliente. Una implicación de estos hallazgos es que la confianza del terapeuta en un estilo de respuesta estándar para transmitir empatía, como la reformulación de la comunicación del cliente, puede no ser igualmente de productiva con todos los clientes. Los clientes responden en una forma idiosincrásica a los intentos del terapeuta por responder en forma facilitadora, dependiendo de sus propias necesidades singulares.

Un estudio relacionado (Bachelor, 1995) que examinó las percepciones de los clientes de una relación terapéutica positiva, encontró tres tipos relativamente diferentes de relación que eran vistas como terapéuticas, dependiendo del cliente en particular. Alrededor de la mitad de los clientes describió una buena relación en términos de los atributos del terapeuta que ofrecía facilidades (en particular, respeto y no juzgar, comprensión empática y un escuchar atento) incluyendo, a menudo, una relación amistosa con el terapeuta. Las características suministradas por el fondo necesario para la expresión y revelación del cliente. Para otro 40%, una relación positiva estuvo caracterizada por mejoría de la comprensión de si mismo, obtenida a través de la clarificación del material significativo del cliente. Finalmente, una pequeña proporción de clientes vio la relación esencialmente en términos de colaboración. El cliente de tipo colaborador reconoció o se dio cuenta que el trabajo de la terapia y los cambios positivos no eran exclusivamente responsabilidad del terapeuta, y que cada uno de los participantes contribuía, aunque en forma diferente. En resumen, los clientes parecen tener percepciones heterogéneas respecto a lo que constituye una relación terapéutica positiva.

Aunque probablemente muchos terapeutas ajustan su estilo interpersonal para acoger las necesidades singulares de los clientes en particular, el proceso por el cual la relación terapéutica es individualizada según cada cliente, no ha recibido mucha atención sistemática (Norcross, 1993). Para el fomento de una buena alianza terapéutica y el aumento de la eficacia terapéutica, sería importante poseer un repertorio flexible de postura de relaciones que se adapten a las necesidades y a las expectativas diferentes de los clientes (Dolan, Arknoff y Glass, 1993; Norcross, 1993).

Aunque algunas actitudes o comportamientos del terapeuta pueden ser considerados como universalmente aplicables (v.g., respeto, receptividad, escuchar atento, no atacar la dignidad del cliente, no minimizar los problemas), las posturas que los terapeutas podrían ajustar a los clientes específicos incluyen el nivel de formalidad (v.g., postura casual vs. profesional), auto-revelación, calidez y empatía, y apoyo (vs. directividad y confrontación), tópico del foco (v.g., sintomático vs. conflictos), nivel del foco (v.g., conductual vs. descubrimiento), la velocidad del trabajo terapéutico, y la discusión de material surgido en la terapia vs. discusión de material extraterapéutico (Beutler y Consoli, 1993; Dolan et al., 1993; Lazarus, 1993).

Por ejemplo, con un cliente de tipo evitativo, los intentos del terapeuta para que el cliente describa y sienta emociones, podría llevar a un menor compromiso en la terapia. Similarmente, cualquier expresión de calidez podría llevar a distancia y frialdad. Un modo apropiado que haga juego con el modo de relacionarse de este tipo de cliente, debiera estimular al cliente para que sea él quien elija los tópicos a tratar, sin que el terapeuta los interprete y sin dar respuestas desafiantes, y actuar interesado, pero no muy apoyador o amigable (Dolan et al., 1993). Otro ejemplo es el cliente oposicionista que puede beneficiarse más con una relación terapéutica con una pareja percibida como un igual y que ejerce poco control directo, que soporta que se hagan elecciones oposicionistas y trabaja para el establecimiento de una relación en la cual las tareas son creadas en conjunto (Beutler y Consoli, 1993).

En resumen, las respuestas efectivas son actitudes e intervenciones que son apropiadas al cliente en particular. Para desarrollar una relación terapéutica efectiva, parece ser importante la sensibilidad a los mundos fenomenológicos diferentes de los clientes, así como sus necesidades relacionales y expectativas. Las actitudes o intervenciones como la calidez, el apoyo, al autorevelación, la exploración en profundidad, etc., parecen ser muy beneficiosas con algunos clientes, pero más o menos inconsecuentes para otros, mientras que otros clientes pueden reaccionar en forma adversa ante esas respuestas. Podría ayudar al terapeuta a ajustar sus respuestas de acuerdo al cliente, estar atento a las necesidades expresadas y reacciones del cliente, así como la búsqueda de confirmación respecto a la utilidad percibida de los procedimientos y comportamientos específicos. Responder en una forma apropiada también debiera tomar en cuenta la cualidad (v.g., empatía afectiva vs. empatía cognitiva, interpretaciones basadas en el pasado vs. pautas de relaciones actuales), la dosis y el momento apropiado [timing] (v.g., fase de la terapia, disposición del cliente) de las actitudes y acciones del terapeuta.


CONTRIBUCIONES DEL CLIENTE: COLABORACIÓN Y COMPROMISO

Las contribuciones del terapeuta y del cliente son vistas como importantes para mantener la calidad de la relación terapéutica. La disposición del cliente para participar en el proceso terapéutico y trabajar productivamente con el terapeuta hacia las metas de la terapia es esencial para el desarrollo y la mantención de una buena alianza de trabajo. El establecimiento de una alianza sólida aumenta la efectividad de la terapia (Horvath y Luborsky, 1993).

Una reciente revisión de los ingredientes efectivos en psicoterapia ha documentado la importancia en los resultados de la terapia, del compromiso personal del cliente en la terapia y la participación cooperativa (vs. resistencia) en los procedimientos terapéuticos. En forma relacionada, el nivel de motivación del cliente visto como un reflejo del deseo para el compromiso terapéutico, también ha sido asociado con las ganancias terapéuticas positivas (Orlinsky, Grawe y Parks, 1994). Actitudes como la apertura (v.g., habilidad para asimilar las intervenciones y la relación ofrecida por el terapeuta) y las actividades específicas del cliente autoexploración o experimentar afectos –lo cual puede ser visto como el reflejo del compromiso con la terapia– ha mostrado similarmente una relación favorable con los resultados (Orlinsky et al., 1994). Algunos estudios han demostrado, de hecho, que la variable “compromiso del paciente” (reflejada en participación activa en la interacción terapéutica y desconfianza y hostilidad bajas) es un predictor más poderoso de los resultados que las diversas actitudes o técnicas del terapeuta (Gomes-Schwartz, 1978; O’Malley, Suh y Strupp, 1983; Windholz y Silberschatz, 1988).

En una línea similar, se ha mostrado que las comunicaciones de parte del cliente que reflejan un mayor compromiso son más cruciales para la relación terapéutica que los mensajes de compromiso elevado del terapeuta; y que los clientes con una mejor alianza, comparados con los cliente con una baja alianza, evidencian más de esos intercambios (Reandeau y Wampold, 1991). También se ha encontrado que el compromiso del cliente en el proceso de la terapia tiene más importancia en los resultados, que los rasgos preexistentes en el cliente (Kolb, Beutler, Crago y Shanfield, 1985). En resumen, la investigación apoya la importancia del compromiso y la colaboración del cliente en el proceso terapéutico. Significativamente, el compromiso del cliente, ya sea en términos de participación, compromiso, o capacidad de trabajo, no parece ser influenciado por la orientación teórica del terapeuta (Gaston et al., 1988; Gomes-Schwartz, 1978). Sin embargo, parece los terapeutas experimentados podrían tener más éxito en la obtención de la cooperación de sus clientes (como lo evidencia la mayor “coordinación” con las intervenciones de sus terapeutas) que los terapeutas sin entrenamiento (Westerman y Foote, 1995).

Las actitudes particulares y los comportamientos de los clientes pueden dificultar el desarrollo de una relación cooperativa de trabajo. Se ha encontrado que la defensividad (v.g., renuencia a tratar con los problemas centrales) y la hostilidad, o un tipo de personalidad dominante-hostil, ha estado vinculado negativamente a la calidad de la relación de trabajo del cliente (Gaston et al., 1988; Kiesler y Watkins, 1989; Kokotovic y Tracey, 1990; Muran, Segal, Wallner Samstang y Crawford, 1994; Piper, de Carufel y Szkrumelak, 1985; Strupp y Hadley, 1979). Algunos clientes, en virtud de sus “estilos de evocación” particulares (Kiesler, 1982), intentan empujar al terapeuta a un intercambio hostil (Mueller, 1969; Tasca y McMullen, 1992); los terapeutas tienen dificultades para no responder en una forma contraproducente con esos clientes (Henry, Schacht y Strupp, 1986; Henry y Strupp, 1994; Strupp, 1980). Los clientes que presentan niveles más extremos de comportamientos interpersonales hostiles, es más probable que perciban en forma errónea los aspectos positivos de los comportamientos de ayuda del terapeuta, y atiendan en forma selectiva y respondan a cualquier aspecto negativo (Kiesler y Watkins, 1989). El establecimiento de una buena
alianza de trabajo parece ser más difícil con los clientes que son renuentes a tratar con sus problemas y que expresan hostilidad. Con esos clientes, debiera darse prioridad primariamente al trabajo terapéutico que toma en cuenta los comportamientos evitativos o antagónicos, para estimular al cliente a la colaboración activa en el proceso de tratamiento (Gaston et al., 1988).

Sin embargo, no todos los sentimientos negativos y las verbalizaciones durante las sesiones debieran ser tomados como una indicación de una relación terapéutica pobre. Las respuestas afectivas negativas iniciales pueden ser aliviadas y reemplazadas por sentimientos positivos (Orlinsky et al., 1994), o esas respuestas pueden reflejar la habilidad emergente del cliente para expresar en forma abierta las fuentes de satisfacción que ha mantenido antes en privado. Además, debiera advertirse que ciertas intervenciones de parte del terapeuta parece que minan la colaboración del cliente, como las interpretaciones de tipo confrontacional y transferencial que provocan defensividad (Allen, Newsom, Gabbard y Coyne, 1984).

Dada la importancia de la participación del cliente en el proceso terapéutico, los terapeutas debieran intentar atraer y fortalecer el compromiso activo y la colaboración del cliente, si se encuentra que los niveles de esas cualidades son menos que satisfactorios. El reconocimiento que los logros del cliente (v.g., insights) son el resultado del trabajo hecho en conjunto, es un ejemplo de una estrategia que podría aumentar la colaboración activa (Adler, 1993).

Muchos clientes pueden no estar listos para reconocer la importancia de su participación activa en el proceso terapéutico (Bachelor, 1995). Simplemente pueden no ser conscientes que su contribución al proceso terapéutico es valiosa, o pueden esperar que el terapeuta, percibido como un “experto”, se haga cargo de todos los esfuerzos terapéuticos. La visión compartida de las metas y los métodos del tratamiento, es visto como esencial para el establecimiento de una buena alianza de trabajo (Bordin, 1979, 1994), y puede ser necesaria la clarificación de las expectativas y comprensiones del cliente del proceso de terapia.


CUANDO LA RELACIÓN VA MAL: MALENTENDIDOS Y RUPTURAS

Las pequeñas fluctuaciones en la relación cliente-terapeuta son de ocurrencia común, y los malentendidos probablemente son inevitables (Bordin, 1980; Rhodes, Hill, Thompson y Elliott, 1994). Sin embargo, si son más frecuentes e intensas, pueden ocasionar tensiones serias o rupturas (Safran et al., 1990) en el clima relacional, que en los casos extremos pueden llevar a un estancamiento o punto muerto (impasse) que de cómo resultado una terminación prematura. Aunque las rupturas y los impasses terapéuticos han recibido mucha atención teórica (v.g., Bordin, 1994; Elkind, 1992; Grunebaum, 1986), sólo recientemente se han hecho intentos para investigar más sistemáticamente esos eventos dentro de un contexto empírico. Algunos trabajos innovadores en esta área han examinado sesiones reales de terapia o eventos en los cuales los clientes y los terapeutas han identificado problemas en la relación terapéutica.

Se han asociado comportamientos y actitudes específicas de los clientes que tienen una gran probabilidad de ocasionar rupturas en la relación terapéutica. Un extenso examen de sesiones de terapia que fueron identificadas como problemáticas por los clientes y los terapeutas, reveló cinco indicadores de alteraciones atribuibles a los clientes: (a) expresión abierta o indirecta de sentimientos negativos hacia el terapeuta, (b) falta de compromiso con las metas o tareas de la terapia (lo cual puede ser una manifestación abierta de problemas subyacentes de cliente), (c) maniobras de evitación y sumisión (v.g., ignorar un comentario de terapeuta, llegar atrasado, etc.), (d) comunicaciones de auto-estima elevada (v.g., jactancia de logros para enfrentar una crítica percibida), y (e) falta de respuesta a las intervenciones (rechazar o no hacer uso de intervenciones terapéuticas; Safran et al., 1990).

Cuando los clientes reportaron, en otro estudio, sus propias experiencias de malentendidos que resultaron en la terminación del tratamiento, mencionaron en forma típica que sus terapeutas actuaron en forma contraria a lo que querían o necesitaban (v.g., el terapeuta fue crítico, no prestó atención, olvidadizo), resultando en sentimientos negativos hacia si mismos (v.g., culpa, devastación) y hacia sus terapeutas (v.g., rabia, sensación de abandono). Los clientes también reportaron que la relación terapéutica a menudo había sido pobre. Significativamente, los clientes no les dijeron a sus terapeutas que tenían rabia; en los pocos casos en que los clientes fueron asertivos (v.g., mostrar sus sentimientos negativos), los terapeutas permanecieron rígidos en su punto de vista original. En contraste, en los casos que los malentendidos fueron resueltos, se percibió que los terapeutas se acomodaban al cliente, por ejemplo disculpándose o aceptando la responsabilidad de los hechos (Rhodes et al., 1994).

Los terapeutas debieran tener en cuenta que hay factores que contribuyen en el proceso terapéutico con los clientes que terminan la terapia como resultado de un impasse. Los terapeutas caracterizaron esos impasses en términos de un desacuerdo general con el cliente o una falta de satisfacción por parte del cliente respecto a la forma en que estaba llevándose la terapia, más que un único evento principal, y que a menudo tuvieron problemas con las metas y las tareas. Los terapeutas también asociaron cuatro tipos de eventos con los impasses de la relación: (a) errores (v.g., el terapeuta presionó mucho o no dio apoyo, muy cauto o no directivo, o cambió excesivamente las técnicas); triangulación (v.g., persona[s] que se entrometen en la relación terapéutica, con el sentimiento del cliente que debe escoger entre esa persona[s] o el terapeuta); (c) problemas de transferencia del cliente (v.g., volver a actuar antiguas pautas de relación con el terapeuta); y (d) problemas personales del terapeuta (v.g., dificultad en tratar con los afectos negativos, retirarse a un rol de rescatador). Los clientes también reaccionaron negativamente hacia el terapeuta en respuesta al impasse, aunque muchos terapeutas fueron conscientes de la insatisfacción del cliente solamente después que los clientes afirmaron ellos estaban dando fin a [la terapia] (Hill, Nutt-Williams, Heaton, Thompson y Rhodes, 1996).

Tomados en conjunto, esos datos suministran información útil respecto a los malentendidos en la relación cliente-terapeuta, que podrían llevar al término prematura de la terapia. Los terapeutas necesitan estar particularmente alertas a las señales que indican problemas en la relación terapéutica, y dado que los clientes son a menudo renuentes a comunicar los sentimientos negativos y su insatisfacción (Hill et al., 1996; Rhodes et al., 1994; Safran et al., 1990), es importante monitorear cuidadosamente el nivel de comodidad y satisfacción del cliente con la relación. Es conveniente que los terapeutas transmitan sus percepciones y sentimientos acerca de la terapia, y los terapeutas son bienvenidos y valorados por esto. En la relación con sus clientes, los terapeutas debieran prestar atención a sus propios sentimientos (v.g., falta de empatía, frustración), los cuales pueden ser un valioso “barómetro” de calidad terapéutica de la relación y sus dificultades (Hill et al., 1996; Safran et al., 1990).

Cuando son advertidas las señales de ruptura y serios malentendidos, parece aconsejable tratarlos en forma directa (Rhodes et al., 1994; Safran et al., 1990). Hay evidencia empírica que indica que la relación que era inicialmente pobre, mejoró cuando los terapeutas fueron más desafiantes que apoyadores de los clientes, y trataron en forma directa los sentimientos en relación al terapeuta, vinculándolos a las resistencias de los clientes (Foreman y Marmar, 1985; Kivlighan y Schmitz, 1992). La aceptación pasiva de los comportamientos o actitudes problemáticas del cliente (v.g., evasión, negatividad) y el fracaso en tratar las deficiencias en la relación terapéutica, han probado que están entre los factores negativos más importantes que influyen en los resultados de la terapia (Sachs, 1983). De este modo, cuando la relación está bajo tensión, y se concentra directamente en la situación conflictiva, puede mejorar, aun cuando el curso de acción pudiera ser incómodo para el terapeuta. Debido a que las rupturas podrían reflejar fallas en la empatía y en otros errores del terapeuta, puede haber una tendencia natural a evitar tratarlos con el cliente y a responder en forma defensiva (Safran et al., 1990). Además, la sensibilidad del terapeuta a las subidas y bajadas en la relación y a su habilidad para prestar atención a la tensión relacional, podría influenciar directamente la disposición del cliente para confrontar su propia pauta relacional disfuncional, así como también aumentar su confianza en afirmar sus necesidades psicológicas en un contexto relacional.

Los datos mencionados también sugieren que diversos aspectos del funcionamiento del
terapeuta están implicados en la ocurrencia de malentendidos de la relación terapéutica y en sus interrupciones. Los aspectos de los comportamientos y actitudes del terapeuta que contribuyen a la tensión en la relación incluyen errores en la técnica (v.g., falta de estructura, demasiadas técnicas), diversas actitudes contraproducentes (v.g., critica, intensidad) y dificultades personales (v.g., manejo de la rabia). Estas últimas han sido estudiadas comúnmente en la literatura psicodinámica bajo la etiqueta de “contratransferencia”, designando la influencia de los factores personales (v.g., problemas y conflictos no resueltos) que prejuician las percepciones y juicios que el terapeuta tiene del cliente, interfiriendo de este modo la disposición a responder óptima. Aunque son etiquetadas, hay un acuerdo común que las reacciones personales del terapeuta necesitan que se les preste atención, se as comprenda y se las maneje en forma efectiva (Hayes y Gelso, 1991; Van Wagoner, Gelso, Hayes y Diemer, 1991).

Un amplio cuerpo de estudios ha investigado esos factores y sus diversas manifestaciones, ya sea en la forma de retirada, evitación, hostilidad o malentendidos del cliente. Diversas características de los clientes, así como factores de los mismos terapeutas, han sido vinculados a la probabilidad creciente de mostrar esas reacciones. La rabia y la hostilidad dirigida hacia el terapeuta (v.g., Gamsky y Farwell, 1966; Haccoun y Lavigueur, 1979), los materiales que afectan las propias áreas de conflicto del terapeuta (Cutler, 1958), la transferencia (Mueller, 1969), y las diferencias en los valores entre el terapeuta y el cliente, se ha mostrado que precipitan esas reacciones en el terapeuta. (Por ejemplo, un estudio encontró que los clientes que sostenían una ideología política [v.g., liberal vs. conservador] diferente a la de sus terapeutas, se unían menos, empalizaban menos, y eran juzgados como más perturbados; Gartner, Harmatz, Hohmann y Larson, 1990). En los terapeutas, caracterizados con una fuerte necesidad de aprobación (Bandura, Lipsher y Miller, 1960), con necesidades de cuidado y afiliación (Mills y Abeles, 1965), elevada ansiedad (v.g., Milliken y Kirchner, 1971; Yulis y Kiesler, 1968), y afectos fuertes (ya sea positivo o negativo) hacia los clientes (McClure y Hodge, 1987) han sido asociados con diversas reacciones contraterapéuticas, incluidos los malentendidos del cliente. (Por ejemplo, los terapeutas con fuertes sentimientos positivos hacia sus clientes los vieron con personalidades más parecidas a las suyas; cuando estaban presentes fuertes sentimientos negativos, los clientes fueron vistos como más distintos a los terapeutas; McClure y Hodge, 1987).

El manejo más apropiado de las reacciones contraproducentes ha sido asociado con características como habilidad empática (Peabody y Gelso, 1982), una mayor consciencia de los sentimientos contraproducentes de uno –particularmente cuando se los aparea con un marco teórico viable (Robbins y Jolkowski, 1987)– y una reputación de excelencia y competencia como terapeuta (v.g., Snyder y Snyder, 1961; Van Wagoner et al., 1991). Los terapeutas excelentes, comparados con los terapeutas en general e independientemente de la orientación teórica, poseen en un gran grado algunos de los atributos para prevenir, o al menos moderar, las reacciones negativas; éstos incluyen la integración de si mismo, manejo de la ansiedad, habilidad para establecer conceptos, empatía, e insight de si mismo (Van Wagoner et al., 1991). Dos de esos atributos, integración e insight de si mismo, parecen ser particularmente importantes en el manejo de los comportamientos contraproducentes, sugiriendo que la organización de la personalidad del terapeuta puede ser más relevante que las habilidades para enfocarse en otros (Hayes, Gelso, Van Wagoner y Diemer, 1991).

De este modo, parece importante que los terapeutas reconozcan su vulnerabilidad potencial a las tendencias personales que podrían interactuar con los clientes en particular para producir reacciones contra-terapéuticas, para que sean comprendidas más que manifestadas en la interacción terapéutica. Aunque la terapia personal continúa siendo una opción personal, y el autoexamen de larga duración no parece ser necesario, parece importante que los terapeutas estén conscientes de sus comportamientos y actitudes contraproducentes que pueden activarse con sus clientes y de los contextos particulares en los cuales es probable que ocurran esas respuestas negativas. En los casos en los que los clientes finalizan prematuramente [la terapia], consistentemente muestran señales de retirada, o no desarrollan una relación de colaboración. El acceso a una retroalimentación apropiada y a supervisión podría ser de utilidad en este aspecto.


EL PROCESO INTERACCIONAL: COMPLEMENTARIEDAD CLIENTE-TERAPEUTA

Relativamente pocos estudios han examinado en si mismo el proceso interaccional cliente-terapeuta –es decir, la influencia o cambios en los comportamientos de un participante como consecuencia del comportamiento del otro– más que las contribuciones separadas, unilaterales, del terapeuta o el cliente. Las investigaciones a este nivel permiten una comprensión más fina de la realidad compleja del campo de la interacción cliente-terapeuta. Una línea actual de investigación en esta área está enfocada sobre la complementariedad de los miembros de la interacción terapéutica, así como también en cuánto encajan o se complementan los comportamientos transaccionales de los clientes y los terapeutas (Tracey, 1993). Se asume que una gran complementariedad indica un mayor grado de armonía y satisfacción interaccional, y, por consiguiente, el grado de complementariedad en una interacción terapéutica debiera estar relacionada con una alianza fuerte y resultados exitosos (Kiesler, 1986; Tracey y Ray, 1984).

La complementariedad de los intercambios es evaluada típicamente en términos de dos
características, dominancia (o control) y afiliación, que son vistas como dimensiones básicas del comportamiento interpersonal (Wiggings, 1982). Las interacciones complementarias son definidas como respuestas distintas en la dimensión dominancia (v.g., las comunicaciones dominantes provocan respuestas de sumisión) y respuestas similares de afiliación (v.g., respuestas amistosas “que empujan” a respuestas amistosas, y la hostilidad provoca hostilidad).5 El nivel más elevado de complementariedad ocurre cuando una interacción es complementaria en ambas dimensiones.

Hay alguna evidencia que indica que la complementariedad de los intercambios cliente-terapeuta discriminan entre resultados favorables y desfavorables. Por ejemplo, un gran número de tópicos iniciados por el terapeuta y subsecuentemente seguidos por el cliente (definidos como aquellos que reflejan una ausencia de desacuerdos acerca de las tareas y las metas de la terapia) diferencian entre los clientes que continúan en terapia y aquellos que la terminan prematuramente. (Tracey, 1986). Esos hallazgos sugieren que se requiere algo de acuerdo para que continúe la relación terapéutica. Otros estudios, sin embargo, dan un menor apoyo al rol de las interacciones complementarias al inicio de la terapia o en [su influencia] en los resultados positivos (Diet zel y Abeles, 1975; Friedlander, Thibodeau y Ward, 1985; Thompson, Hill y Mahalik, 1991).

Se han observado resultados clínicos más relevantes cuando la distinción es hecha entre el tipo de reacción complementaria, es decir, si las reacciones fueron positivas (v.g., amistosa y estimulante de la autonomía) o negativa (v.g., hostil y controladora), como opuestas a un amplio grado de complementariedad. En efecto, algunos estudios encontraron que las díadas exitosas, comparadas con las no exitosas, estaban caracterizadas por interacciones complementarias más positivas al inicio de la terapia (v.g., ambos participantes actuando en un modo amistoso) y menos negativas (v.g., al menos un miembro actúa de un modo hostil) (Schacht y Strupp, 1986, 1990; Svartberg y Stiles, 1992; Tasca y McMullen, 1992). Por ejemplo, en un estudio, en los casos con resultados positivos, solamente el 1% de las comunicaciones de los terapeutas y el 0% de la de los clientes, fue juzgada como hostil; mientras que en los casos no exitosos, el 20% de las verbalizaciones de los clientes fueron hostiles (v.g., mal humor, menos apertura) y 19% la de los terapeutas (v.g., minimizadoras, culpógenas) (Henry et al, 1986). En un estudio similar, y que examina específicamente el trabajo de la alianza, se encontró que los clientes con alianzas fuertes, comparados con los clientes con una alianza débil, evidenciaron una gran proporción de mensajes de elevado compromiso (Reandeau y Wampold, 1991). De este modo, aunque los intercambios puedan ser complementarios, todos los intercambios complementarios no son terapéuticamente equivalentes (Henry, 1996).

La complementariedad de las interacciones de los participantes también ha sido investigada de acuerdo a fases hipotetizadas del proceso terapéutico (v.g., fase inicial, intermedia y final). Se esperaba que los casos exitosos se distinguieran por una pauta de elevada complementariedad durante la fase inicial, de construcción de rapport, seguida de pocas respuestas complementarias, o ninguna, de parte del terapeuta en la fase intermedia (de “trabajo”), en al cual las pautas interpersonales rígidas de los clientes son confrontadas y desestabilizadas. La última fase de la terapia, hacia la terminación, debiera evidenciar un retorno a la complementariedad que refuerza los comportamientos más productivos recientemente adquiridos (Dietzel y Abeles, 1975; Tracey, 1993).En general, los resultados no establecieron satisfactoriamente que una pauta de complementariedad baja-elevada es característica del proceso terapéutico exitoso: Algunos datos (Tracey y Ray, 1984) apoyan una pauta de complementariedad elevada-baja a través de la terapia en las díadas exitosas; pero otras resultados indican un cambio desde la fase inicial a la intermedia solamente, o pautas no consistentes a lo largo del tiempo (Dietzel y Abeles, 1975; Hoyt, Strong, Corcoran y Robbins, 1993; Tasca y McMullen, 1992; Thompson et al., 1991). De este modo, hay poco apoyo actualmente para las nociones que son apropiadas diferentes pautas de complementariedad o poder para las diferentes fases de la terapia. Sin embargo, puede ser prematuro prescindir de esas nociones. La complementariedad es un fenómeno multidimensional y los intentos actuales por evaluar ese constructo pueden no estar cubriendo todas las dimensiones relevantes del fenómeno (Thompson et al., 1991).

En conclusión, los resultados más útiles para los profesionales en esta línea de investigaciones parece estar relacionado con la relación observada de la complementariedad negativa en el proceso terapéutico. La complementariedad negativa es más frecuente en díadas no exitosas, y está virtualmente ausente en los casos exitosos. En otras palabras, la complementariedad negativa parece poco productiva en la terapia. En lugar de tratar con hostilidad (abierta o encubierta) la hostilidad de un cliente, una respuesta más útil sería estimular al cliente a explorar sus reacciones negativas hacia el terapeuta (Friedlander, 1993). Además, hay alguna evidencia que la hostilidad en los clientes, así como otros factores negativos del cliente o el terapeuta (v.g., falta de colaboración, falta de respeto) que emergen en el comienzo de la terapia son recurrentes a lo largo de todo el proceso de la terapia, o cual hace surgir interrogantes acerca de la habilidad de los terapeutas para tratar efectivamente con esos problemas (Eaton, Abeles y Gutfreund, 1993; Tasca y McMullen, 1992).6 Los métodos tradicionales de entrenamiento no parecen preparar adecuadamente a muchos terapeutas para percibir y responder en forma competente a
los procesos interpersonales problemáticos (Henry et al., 1990). Incluso los terapeutas bien entrenados parece que son vulnerables a entrar en interacciones potencialmente dañinas con sus clientes, lo cual sugiere la influencia de las características de los procesos interpersonales disposicionales pre-existentes en los terapeutas (Henry et al, 1990; Henry y Strupp, 1994).


Características antes de la terapia y la relación terapéutica

SINTOMATOLOGÍA Y AJUSTE PSICOLÓGICO

Comúnmente se cree que los clientes tienen habilidades variables para formar y mantener una relación terapéutica. La suposición que los clientes bajo una gran tensión psicológica son más vulnerables y pueden tener más dificultades para establecer una buena relación, en general ha sido apoyada por la investigación. Se ha encontrado que la puntuación de la salud psicológica de los clientes, evaluada a partir de diferentes fuentes, se ha encontrado que se correlaciona negativamente con la habilidad para producir una buena relación en diversos estudios.7 Aunque hay algunas excepciones, la mayoría de los resultados sugieren que mientras más severamente estén dañados los clientes, tendrán una mayor dificultad para establecer una buena relación de trabajo.


RELACIONES ACTUALES Y PASADAS

Las cualidades interpersonales, así como la habilidad para invertir energía y cuidado en las relaciones interpersonales, para tener acercamientos positivos y confiar en otros, se espera que influyan en la capacidad del cliente para el compromiso exitoso en la relación terapéutica (Gelso y Carter, 1985). Diversos índices de funcionamiento interpersonal, como el ajuste social, la capacidad para comprometerse en una relación íntima o estable, la relación actual con amigos y la familia, y el apoyo social, han mostrado una asociación positiva, aunque moderada, con el nivel de participación y colaboración del cliente en la terapia (Gaston, 1991; Kokotovic y Tracey, 1990; Mallinckrodt, 1991; Marmar, Weiss y Gaston, 1989; Marziali, 1984b; Moras y Strupp, 1982; Piper el al., 1985). Así, los clientes que tienen dificultad para mantener relaciones sociales o relaciones familiares pobres antes del comienzo de la terapia, es menos probable que desarrollen alianzas fuertes, mientras que aquellos con interacciones positivas experimentadas antes de la terapia se unan al terapeuta en el desarrollo de una interacción positiva (Horvath, 1994; Marziali, 1984b).

También se considera que las experiencias relacionales tempranas de los clientes son un factor importante que influye en su habilidad para formar una alianza terapéutica productiva (Celso y Carter, 1985; Henry y Strupp, 1994; Strupp, 1974). Esas interacciones tempranas llevan al surgimiento de esquemas mentales que implican representaciones de uno mismo y acerca de los comportamientos esperados de otros, e influyen fuertemente las relaciones interpersonales posteriores. Las variantes de esas dinámicas interpersonales han sido investigadas desde perspectivas teóricas diferentes. Los investigadores en la tradición psicodinámica han demostrado que las pautas de relación de larga duración de los clientes (relaciones objetales) están relacionadas en el grado de su colaboración en el proceso terapéutico. Mientras mejor sea la calidad de las relaciones que tiende a establecer el cliente con otros, mayor será la relación de colaboración o de trabajo con el terapeuta (Piper, Azim, Joyce, McCallum, Nixon y Segal, 1991; Ryan y Cichetti, 1985).

Los autores clínicos que han trabajado en una perspectiva del desarrollo han examinado la influencia potencial de las experiencias de vinculación en el proceso terapéutico. Se ha mostrado que los estilos de vinculación de los clientes, desarrollados en base a las interacciones tempranas con sus cuidadores, influyen en las percepciones y reacciones de los clientes hacia sus terapeutas, así como también en la calidad de la alianza que desarrollan. Los clientes cuyo estilo de vínculo estrecho con los adultos, estuvo caracterizado por una falta de confianza en la disponibilidad e incapacidad de depender de ellos, es más probable que reporten una relación de trabajo pobre. El grado en el cual esos clientes sentían que podían apoyarse en la disponibilidad y dependencia del terapeuta, fue más importantes en la formación de la alianza de trabajo temprana, que la comodidad del cliente con la cercanía o temor a ser abandonado (Satterfield y Lyddon, 1995).

Los diferentes estilos de vínculo con el terapeuta también han sido identificados en los
clientes. Los clientes “seguros” perciben a los terapeutas como dispuestos a responder, aceptadores y que proveen una base segura; los clientes de tipo “fusionado”, desean un contacto interpersonal frecuente e intenso con sus terapeutas; los clientes “evitativos” no confían en los terapeutas y temen al rechazo; y finalmente, los clientes de tipo “renuente” parecen comprometerse con el terapeuta, pero no parecen deseosos a participar en las tareas de mostrarse a si mismo en la terapia. También se encontró que esos estilos de vinculación estaban asociados con la alianza que los clientes formaban con los terapeutas. Los cliente de tipo seguro, reportaron alianzas de trabajo positivas. Los clientes con un deseo de fusión fueron más aptos para vincularse fácilmente con sus terapeutas, que su capacidad para estar de acuerdo con las tareas y metas de la terapia. Los clientes con vínculo renuente, reportaron alianzas relativamente fuertes, mientras que los clientes evitativos mostraron las peores alianzas (Mallinckrodt, Gantt y Coble, 1995). Las pautas de vinculación engranadas parecen predisponer a los clientes a responder en formas particulares a sus terapeutas, y también parece que influyen en su capacidad para desarrollar una alianza productiva.

Otros estudios han examinado la relación de los recuerdos del vínculo de los clientes con la alianza de trabajo. Se ha visto que los recuerdos de padres con calidez emocional, disposición a responder y estimulantes de la autonomía, promueve un sentimiento de seguridad en el niño, valía e independencia, y se esperaba que se asociaran positivamente con la relación terapéutica (Mallinckrodt, 1991). Hay alguna evidencia que indica que los vínculos con los padres son particularmente relevantes en la calidad de la alianza. Los clientes con alianza positiva caracterizaron a sus padres como emocionalmente expresivos, cálidos, nutricios; mientras que los clientes con las alianzas más pobres tendían a caracterizar a sus padres como entrometidos, controladores y sin deseos de permitir la autonomía (Mallinckrodt, 1991; Mallinckrodt, Coble y Gantt, 1995).

Hay un interés aumentado en cómo los terapeutas pueden funcionar eficazmente como
una figura de vínculo para el cliente (v.g., Dolan et al., 1993; Farber, Lippert y Nevas, 1995; Pistole y Watkins, 1995). Por ejemplo, a través de un alianza fuerte facilitada por la disponibilidad y disposición a responder del terapeuta, éste puede suministrar una “base segura” (Bowlby, 1988) a partir de la cual el cliente puede explorar en forma segura el pasado y pautas actuales de vínculo y experimentar con nuevas formas de funcionamiento que pueden ser intentados en el “mundo real” (Farber et al., 1995). Efectivamente, como argumentan algunos autores clínicos, la relación terapéutica puede jugar un rol importante como una experiencia correctiva para el cliente. El terapeuta no sólo puede ayudar al cliente a comprender mejor sus pautas relacionales limitadoras, sino que los clientes pueden experimentar directamente, en la relación terapéutica, un modo diferente de relacionarse (incluido el ensayo seguro de nuevos comportamientos, como expresar rabia y vulnerabilidad). Así, las pautas interpersonales disfuncionales del cliente son desafiadas y pueden ser revisadas. Algunos autores (v.g., Dolan et al., 1993) también han discutido cómo los terapeutas pudieron adaptar su postura interpersonal y adaptar las intervenciones a los diferentes
estilos de vincularse de los clientes, como una forma de estimular una relación terapéutica efectiva. Con un cliente “ansioso-ambivalente”, por ejemplo –que en forma típica muestra un deseo de cercanía con el terapeuta, pero parece incapaz de tolerar las expresiones de empatía que son bienvenidas por clientes con vínculos seguros– el terapeuta pudo considerar reflejar las verbalizaciones del cliente, más que sacarlas a la luz o reflejar los afectos. Esta última intervención sería experimentada como muy intensa por este tipo de cliente (Dolan et al., 1993).

Como los clientes, los terapeutas aportan a la relación de terapia una historia personal que afecta su rapport con los clientes (Bordin, 1979; Orlinsky y Howard, 1986). Los investigadores que han estudiado las experiencias relacionales pasadas han señalado que los terapeutas tienen a recrear las pautas interpersonales tempranas en la relación de terapia y tratan a los clientes de acuerdo a ellas (Henry, 1996; Henry y Srupp, 1994). La representación si mismos basadas en las experiencias relacionales pasadas (introyecciones) que tienen los terapeutas, de hecho se ha mostrado que ejerce una influencia importante en la calidad de la alianza desarrollada con algunos clientes. Los terapeutas con una representación de si mismos negativa –es decir, que son auto-críticos y descuidados consigo mismos– es más probable que se enganchen en interacciones hostiles y controladoras con los clientes, que los terapeutas con representaciones positivas de de si mismos (Henry y Srupp, 1994). Esos datos no indican que todos los terapeutas como esa estructura de personalidad (introyección) generarán hostilidad hacia los clientes; sin embargo, pueden ser más vulnerables a engancharse en intercambios contra-terapéuticos con los clientes que tienen a evocar esas tendencias negativas (Henry et al., 1990). Además, parece que los esquemas interpersonales del terapeuta influyen en la forma en que los clientes actúan respecto a si mismos. Los terapeutas de los clientes cuyas representaciones de si mismos hostiles (v.g, culpa, crítica), permanecieron sin cambiar durante la terapia cuando se engancharon en comportamientos significativamente más hostiles (v.g., desprecio, culpa), comparados con terapeutas de clientes que cambiaron; los terapeutas de éstos mostraron una total ausencia de esos comportamientos (Coady, 1991; Henry et al., 1990). De este modo, los esquemas relacionales de los terapeutas no solamente representan una fuente potencial de vulnerabilidad a los procesos problemáticos interaccionales con sus clientes, pero también puede predecirse un resultado diferencial (Henry y Srupp, 1994).

También hay un interés emergente en los estilos de vínculo de los terapeutas y su impacto en la relación terapéutica. Por ejemplo, comparados con los clínicos inseguros, se encontró que los clínicos con modelos de un vínculo seguro responden a las necesidades de dependencia de los clientes que minimizan sus necesidades, mientras que aquellos con clientes que están preocupados con esas necesidades, desafían los modelos de relación existentes en los modelos. El estilo de vínculo de los clínicos también estaba relacionado con la profundidad de las intervenciones. Los clínicos que estaban más preocupados con las necesidades de vínculo intervinieron con sus clientes
con gran profundidad que aquellos que tendieron a disminuir esas necesidades (Dozier, Cue y Barnett, 1994). De un modo similar, se encontró que los terapeutas con estilos de vínculo seguros fueron más eficientes en el desarrollo temprano de la alianza (McKee, 1992).

Tomados en conjunto, esos datos suministran evidencia para la influencia en la relación terapéutica y el proceso de los factores predisponentes en el cliente y en el terapeuta. El funcionamiento interpersonal y las dinámicas intrapersonales del cliente, en la forma de esquemas cognitivos relacionales, parece afectar su habilidad para formar una relación terapéutica y comprometerse productivamente en el trabajo de la terapia. También es probable que el estilo particular de relación del cliente con el terapeuta, incluidas las percepciones e interacciones con el terapeuta (v.g., respuesta de “sonsacamiento” que confirman las creencias disfuncionales respecto a los otros) son influenciadas por esos factores. De este modo, las historias interpersonales y los problemas de los clientes ameritan consideración. Percatarse de esos factores podría ayudar a los clínicos a la identificación temprana y al manejo terapéutico de los potenciales peligros de la relación, y podría ser beneficioso para los profesionales que no se concentran en forma típica en los problemas relacionales. Para asegurar una relación positiva, podría ser útil que los terapeutas adoptaran una postura interpersonal que sea apropiado al estilo relacional específico del cliente.

Sin embargo, debiera notarse que en base a una revisión anterior (Horvarth, 1991), el impacto de los antecedentes de las capacidades de relación del cliente o experiencias, es moderado; y de este modo la relación terapéutica es influenciada, pero no determinada, por esas características.

Similarmente, las características predisposicionales de los terapeutas, en particular cuando están implicadas pautas relacionales hostiles e inseguras, también afectan ostensiblemente la calidad de las interacciones con los clientes. Como indicamos anteriormente, es importante percatarse de las dinámicas personales y las vulnerabilidades, para minimizar las respuestas contraterapéuticas. Podría contemplarse la supervisión para asistir al profesional a identificar y manejar las respuestas problemáticas.


CARACTERÍSTICAS SOCIODEMOGRÁFICAS DE LOS PARTICIPANTES

Unos pocos estudios han reportado asociaciones positivas entre las características del cliente tales como la educación y la edad, o la similitud en edad, y la alianza de ayuda (Luborsky, Cris-Christoph, Alexander, Margolis y Cohen, 1983; Marmar et al., 1989). Sin embargo, en general, hay poca evidencia para indicar que la edad de los participantes, o la similitud en edad, tiene un impacto significat ivo en el proceso terapéutico (Atkinson y Schein, 1986; Robiner y Storandt, 1983). Algunos investigadores sugieren que el género del cliente y del terapeuta puede influenciar aspectos particulares del proceso terapéutico. Por ejemplo, se encontró que las clientes mujeres se comprometían en más exploración de si mismas que los clientes hombres (Hill, 1975) y respondían más favorablemente a los insights de los terapeutas, a la empatía, al apoyo y a la estimulación para asumir riesgos, mientras que los clientes hombres indicaban una gran disposición a responder a la retroalimentación honesta (Persons, Persons y Newmark, 1974).

Las terapeutas mujeres mostraron una mayor disposición a responder a la auto-exploración dolorosa de los clientes (Howard, Orlinsky y Hill, 1969), y se encontró que eran más directas en prestar atención a los comportamientos en las sesiones y a la relación terapéutica en relación con las situaciones vitales de los clientes (Jones, Krupnick y Kerig, 1987). Los terapeutas masculinos reportaron un mayor grado de intimidad insegura (Howard et al., 1969) y pareció que se acomodan a los conflictos y alivian los conflictos más que enfrentar las fuentes de los conflictos (Jones et al., 1987). Los terapeutas masculinos fueron juzgados por los clientes por formar alianzas terapéuticas más efectivas, aunque no se encontraron diferencias con respecto a los resultados percibidos de la terapia (Jones y Zoppel, 1982). Sin embargo, mientras parece que hay algunas diferencias de género en los clientes y los terapeutas respecto a los aspectos del proceso terapéutico, esos hallazgos necesitan más réplicas.

Algunas investigaciones también han advertido diferencias en el proceso de la relación
como una función del apareo del mismo género o género opuesto. Por ejemplo, los clientes parecían ser capaces de hablar más libremente respecto a sus sentimientos con terapeutas del mismo género (Hill, 1975), y las clientes mujeres, pareadas con el mismo género, tienden a experimentar una intensidad emocional mayor en la terapia (Jones y Zoppel, 1982). Por otro lado, algunos estudios han identificado mayor auto-revelación en díadas de género opuesto (Brooks, 1974; Hill, 1975). Los hallazgos no son concluyentes respecto al tipo de parejas que son de mayor beneficio para los clientes (Nelson, 1993).

La mayoría de la investigación de psicoterapia intercultural parece apoyar la noción que cierto monto de similitud en la cultura y los valores aumenta la probabilidad que los clientes formen una buena relación y permanezcan en terapia, aunque no es claro si este hallazgo es igualmente para los grupos no interculturales (Beutler et al., 1994; Gibbs y Huang, 1989). En resumen, aunque es posible que la similitud del cliente y el terapeuta respecto a variables sociodemográficos puede inicialmente facilitar el desarrollo de una relación positiva, la influencia a largo plazo de esos factores de aparejamiento no está clara. En la práctica, el aparejamiento del terapeuta y el cliente
en base a variables demográficas es rara vez práctica. Parece que la conclusión más importante que podemos extraer para los terapeutas es alertar a los terapeutas acerca del alto riesgo de la incomprensión y no estar de acuerdo con los clientes que provienen de contextos socioculturales diferentes.


Conclusión

Hemos considerado en este capítulo muchas facetas diferentes de la relación terapéutica. Hay un número de conclusiones e implicaciones que surgen de la rica textura de los hallazgos de la investigación que hemos revisado. Para concluir nuestra presentación hemos intentado resaltar algunos de los puntos más importantes que pueden ser recogidos de nuestra discusión de la relación terapéutica.

¨ Aunque los componentes sobresalientes de la relación terapéutica son vistos en forma diferente en las diversas teorías, parece que está más allá de dudas que una relación terapéutica es un componente necesario (pero probablemente no suficiente) de todas las formas de psicoterapia efectiva. Se recomienda la atención y el monitoreo
continuado de la calidad de la relación terapeuta-cliente.

¨ En general, parece que la relación terapéutica se forma al principio de la terapia, probablemente dentro de las primeras sesiones. Preste atención a las primeras percepciones y reacciones del cliente, para establecer una relación positiva con el cliente al comienzo de la terapia.

¨ Los terapeutas y los clientes tienden a percibir la relación terapéutica en forma diferente. Los clientes pueden percibir no necesariamente los comportamientos del terapeuta como medios del terapeuta. Además, los clientes y los terapeutas tienden a atribuir el cambio a factores diferentes. Las percepciones de los clientes de la relación aparece generalmente como muy relevante en los resultados de la terapia. Son estrategias importantes atender a las percepciones y sentimientos de los clientes acerca del proceso y el clima terapéutico, clarificar las percepciones divergentes y establecer acuerdos respecto a lo que es útil y necesario. Parece aconsejable asegurar que los elementos que los clientes juzgan como importantes sean comunicados y percibidos por el cliente.

¨ Las contribuciones de ambos participantes están implicadas en la formación de una relación terapéutica productiva. De parte del terapeuta, establecer un clima de confianza y seguridad a través de la disposición a responder; el escuchar atento; y la comunicación de comprensión, simpatía y respeto, que generalmente son características importantes de la calidad de la relación. De parte del cliente, las contribuciones importantes incluyen la disposición a participar en la empresa terapéutica, y colaborar con el terapeuta en el trabajo implicado. Si estas contribuciones están ausentes, debiera intentarse clarificar con los client es la importancia de su compromiso activo para el éxito de la terapia, y trabajar en una visión compartida del esfuerzo terapéutico.

¨ Las respuestas específicas del terapeuta que mejor favorecen la relación terapéutica, varían de cliente en cliente. Las actitudes como la calidez, la empatía, y las intervenciones y estrategias como apoyo, directividad y exploración profunda, parecen
ser productivas en una forma diferencial. Parece ser importante la sensibilidad del cliente a las respuestas diferenciales. La verificación con el cliente de sus expectativas y percepciones, y la utilidad percibida de las respuestas particulares, podría ayudar a ajustar esas intervenciones a las necesidades individuales de los clientes. También necesitan considerarse la fase de la terapia, la disposición del cliente para el cambio, y
las dinámicas interpersonales.

¨ La relación en si misma puede representar una intervención terapéutica. La experiencia de un ambiente confiable y seguro, facilitado por la disponibilidad del terapeut a, su disposición a responder y su constancia, en el cual los clientes puedan explorar sus sentimientos pasados y presentes y sus interacciones, puede iniciar el cambio (v.g., insight respecto a la reevaluación de las actitudes relacionales habitualmente limitantes y de las expectativas, adquisición de habilidades interpersonales).

¨ Incluso en la mejor de las terapias, pueden ocurrir tensiones y rupturas en la relación. Las actitudes hostiles, abiertas o encubiertas, y los comportamientos hostiles en el cliente, las intervenciones y respuestas no apropiadas en el terapeuta (v.g., crítica), pueden crear un clima relacional problemático que puede levar a la terminación prematura [de la terapia]. Parece importante que se le indique al cliente, desde el principio de la terapia, que sus percepciones y sentimientos –incluida la insatisfacción– relacionados con la terapia o el terapeuta son valiosos; también es importante monitorear el nivel de satisfacción del cliente. Es aconsejable enfrentar directamente los comportamientos problema en el cliente y en la relación.

¨ Las características disposicionales preexistentes en el cliente y el terapeuta influyen hasta un cierto grado la calidad de la relación terapéutica y los intercambios interaccionales entre los participantes. Algunas de las características relevantes del cliente son el nivel de funcionamiento psicológico e interpersonal, y la historia relacional pasada. Podría ser útil para los terapeutas, al tratar con estos clientes, que comprendieran las manifestaciones clínicas de los esquemas relacionales subyacentes. Aparecen procesos intrapersonales operativos similares, incluso en los terapeutas muy experimentados, y parece ser importante el awareness para minimizar las respuestas contra-terapéuticas.


En la conclusión de este capítulo, nos gustaría recordar a nosotros mismos y a nuestros lectores, que una relación dedicada a la curación implica un compromiso de los participantes, entre si y con la meta de la terapia. En una unión de esa naturaleza, el terapeuta y el cliente se exponen a la posibilidad de un cambio personal profundo, de ser movilizados, inspirados –y a veces también dañados. La ciencia ha hecho adelantos en nuestra comprensión de algunos de los rasgos comunes centrales de la buena relación terapéutica y ha asistido a los terapeutas en la comprensión de las muchas complejidades en este aspecto del proceso de curación. Sin embargo, en su centro, la relación terapéutica continúa siendo un encuentro intensamente humano, personal y esencialmente único. Cada uno de nosotros como terapeuta, nos encontramos con cada cliente con todas nuestras teorías y experiencias pasadas, incluso sabiendo que todo compromiso terapéutico implica un encuentro con lo desconocido y que exige que el terapeuta permanezca abierto a la singularidad del mundo del cliente, dispuesto a ser sorprendido y movilizado en cada sesión. El terapeuta y el cliente comparten esta incertidumbre, aunque en una forma diferente, a
medida que enfrentan lo desconocido y se unen en un trabajo por la misma causa. Para nosotros, el desarrollo de la relación terapéutica continúa siendo un área fascinante de investigación, debido a que fusiona los aspectos humanos y científicos de la profesión.



PREGUNTAS DE LOS EDITORES

1) Dada la importancia de una alianza fuerte en los resultados, ¿qué implicaciones ven en el entrenamiento de los estudiantes graduados? ¿Aun debieran enseñarse los modelos como si ellos fueran los responsables primarios del cambio del cliente?

Parece claro que la alianza amerita una atención seria en el entrenamiento de los estudiantes graduados. Debiera proveerse entrenamiento a los estudiantes no solamente en el desarrollo de una alianza fuerte con sus clientes, sino que también debieran aprender a cómo monitorear esa alianza, para diagnosticar las dificultades que encuentran al construirla, y conocer y reparar las rupturas en la alianza. Los esfuerzos del entrenamiento también debiera incluir la enseñanza de la adaptación a la fase de la alianza y las intervenciones para tratar con clientes diferentes. Otro foco importante del entrenamiento, creemos, debiera sensibilizar a los estudiantes a los aspectos más sutiles de la relación y la interacción cliente-cliente terapeuta. Las dificultades de la relación que pueden experimentar los estudiantes con sus clientes, podría representar oportunidades importantes para comprender mejor las dificultades del cliente y los problemas en la relación. La noción que esos desafíos al desarrollo de la alianza ofrecen a menudo una clave directa de la fuente de dolor en el cliente, merece más énfasis. También debiera estimularse a los estudiantes en entrenamiento que reflejen su propio funcionamiento interpersonal con los clientes, particularmente cualquier tendencia para responder en forma negativa u hostil a cierto tipo de clientes.


2) Dada la importancia en los resultados de las percepciones del cliente acerca de la relación, ¿qué esfuerzos se hacen, o debiera hacerse, para incorporar la perspectiva del cliente en el proceso terapéutico?

La emergencia de un número de perspectivas constructivistas (a veces denominadas posmoderna, narrativa, o sistémica) es un fenómeno importante en este aspecto. Aunque hay diferencias entre esos teóricos, todos señalan la importancia de la singularidad del mundo interno del cliente. Aunque tenemos algunas reservas acerca del relativismo extremo por el cual abogan algunos de esos autores, estamos contentos al ver que los teóricos están colocando atención una vez más en la singularidad del mundo interno de la persona, en contraste con el foco mecanicista de los primeros años del conductismo.

También advertimos un interés creciente de los investigadores en el desarrollo de métodos de investigación que puedan capturar en forma adecuada la complejidad natural de la realidad experiencial del cliente. Los métodos cualitativos (también denominados descriptivos), basados en el recuento verbal o escrito de los participantes, están siendo usados crecientemente por los investigadores de la psicoterapia, para obtener una comprensión enriquecida de las percepciones y experiencias de los clientes en el proceso terapéutico.



3) ¿Cómo podemos dar cuenta de la negligencia benigna de la contribución de la alianza al cambio en la formación de los modelos psicoterapéuticos? O dicho de otra forma, ¿qué piensan del la obsesión del campo por las técnicas, como se ha evidenciado en la atención reciente a los tratamientos validados empíricamente?

En algún grado, la teorización acerca de la terapia se mueve en un círculo: Desde un énfasis en la esfera interpersonal, nos trasladamos a una psicología “sin mente” e intentamos reducir la experiencia humana a pocas categorías, finitas, y a algunas “leyes” universales acerca del comportamiento. La mayoría de nuestros hallazgos empíricos actuales indican la necesidad de regresar a una comprensión más significativa de nuestra intersubjetividad esencial, de la importancia fundamental de la relación y, significativamente, del potencial curativo de una alianza terapéutica bien manejada. En oposición a esos hallazgos, hay un esfuerzo por reintroducir un modelo reduccionista mecánico de la mente (y la terapia) en nombre de la evidencia y la eficacia.

Nos parece que este movimiento proviene más de motivaciones políticas y quizá económicas, que de la evidencia científica. De hecho, a lo largo de este capítulo, en el cual hemos revisado una amplia evidencia de la investigación, encontramos poco apoyo a esa mirada mecanicista. La mayoría de los reportes que leímos señala con fuerza la importancia de la experiencia corporizada [embodied] del cliente.

Puede ser la época para que los terapeutas tomen distancia respecto a si mismos y el modelo clásico de la enfermedad que se concentra en la dicotomía “enfermedad versus salud”, o “enfermedad versus cura”. Creemos que la mayoría de las personas que buscan ayuda de los terapeutas no están “enfermas” en el sentido médico del término, sino que están experimentando dolor mental o emocional, o sienten que están funcionando bajo su capacidad óptima. En la mayoría de los casos los clientes no son “curados”, sino que ayudados a alcanzar un funcionamiento mejorado frente a las dificultades y desafíos que actualmente enfrentan, y a alcanzar una relación más productiva o significativa con las personas importantes en su vida. En una forma similar, los tratamientos “científicamente validados”, como se usa el término actualmente, bien podría estimular a los terapeutas a crear un lecho de Procrusto para sus clientes, donde los clientes tienen que encajar en una noción preconcebida de “enfermedad”, y se aplique mecánicamente una “cura” correspondiente. Aunque estamos a favor de una investigación empírica rigurosa, como una vía valiosa para tratamientos más efectivos, igualmente rechazamos las nociones que prescriben intervenciones tipo manual a expensas de ignorar la dinámica singular entre terapeuta y cliente.


Referencias

Notas:
1 The Therapeutic Relationship. (Traductor: Ps. Mario Pacheco)
2 La historia y evolución del concepto de la alianza dentro del marco psicodinámico forma un entretejido rico y complejo, la revisión del cual va más allá del alcance de este capítulo, excepto con lo que se relaciona con el desarrollo de algunos conceptos genéricos acerca de la relación terapéutica.
3 El desarrollo de esta esca la fue simultanea con su desarrollo teórico (Luborsky, 1976).
4 El VPPS fue diseñado para medir un amplio rango de variables del proceso terapéutico. Sin embargo, algunos investigadores han usado versiones de esta escala como una medición de la alianza.
5 De hecho, hay diferentes modelos teóricos de la complementariedad (v.g., interpersonal e interaccional; el último coloca el foco en los aspectos dominantes de la comunicación). Además, esos modelos usan en forma típica diferentes métodos para operacionalizar el constructo (v.g., tópico de iniciación vs. “sistema de código circumplejo” que especifica las diferentes combinaciones posibles de transacciones entre el control y la afiliación).
6 [N.T.] Es interesante notar aquí que en las investigaciones citadas por los autores, ninguna relaciona el tipo de comunicaciones de los clientes y su disposición o motivación para participar en un proceso terapéutico. Tampoco se mencionan –si es que las hay– investigaciones que estudien el papel de la utilización terapéutica en los resultados de la terapia con esos clientes.
7 Allen, Tarnoff y Coyne (1985); Eaton, Abeles y Gutfreund (1988); Gaston (1991); Kotokovic y Tracey (1990); Luborsky, Cris-Christoph, Alexander, Margolis y Cohen (1983); Marziali (1984a); Raue et al. (1993); Sabourin, Coallier, Cournoyer y Gaston (1990).

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